Historia.





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Prehistoria

 
Según explicaciones científicas, nuestro sistema solar se formó hace unos 4.600 millones de años. En la Tierra, uno de sus planetas, la vida surgió 1.500 millones de años después; o sea, hace más de 3.000  millones de años.
Contrastada con esas enormes cifras, la aparición del hombre es relativamente reciente, ya que data de apenas unos tres millones o cuatro millones de años. Entre tantos miles de millones de años, podríamos decir que el hombre es una especie nueva en el planeta, siendo, hasta hoy, el último eslabón de una cadena viviente iniciada hace más de 3.000 millones de años.
La aparición del hombre sobre la Tierra es el primer paso para el nacimiento del pensamiento y un avance decisivo hacia la reflexión.  Por primera vez en la historia de la vida, un ser, no sólo conocerá, sino que se conocerá.
Los hielos del último avance glacial comenzaron a retroceder y los períodos de frío fueron reemplazados por intensas lluvias que hicieron subir el nivel del mar. Poco a poco, el paisaje y el clima del planeta comenzaron a tomar lentamente una nueva fisonomía. Todas estas transformaciones climáticas determinaron una gran variación en la flora y la fauna terrestres.
Huesos humanos y objetos fabricados encontrados en capas profundas de terreno cubiertas por otras que jamás habían sido removidas desde su formación, han permitido a la geología —ciencia que estudia la corteza terrestre— establecer que el hombre existe, más concretamente, sobre la Tierra, desde el principio de la época cuaternaria y tal vez desde fines o mediados de la época terciaria (Ver, Épocas geológicas de la Tierra).
¿Cuándo, dónde y cómo se franquea el umbral de la hominización? A pesar de los sensacionales descubrimientos hechos, la Paleontología aún no ha dado una respuesta definitiva.  De lo que nadie duda es que desde el punto de vista orgánico el fenómeno se reduce al perfeccionamiento del cerebro. (Ver, Origen del hombre).
Si la estructura anatómica del hombre es resultado de una larga evolución, el despertar de su inteligencia ha sido, por el contrario, bastante brusco. Todo hace suponer que el umbral que daría paso al pensamiento fue franqueado de una sola vez.  Y, a partir de este momento, la vida de la especie humana quedó trazada. Lo estaba, no sólo por el dinamismo del poder de la reflexión, sino también porque, contrariamente a los animales vinculados al medio ambiente, el hombre no puede sobrevivir si no transforma cuanto le rodea y lo adapta a su medida.
Los restos que se han encontrado en las capas de terreno o en el suelo de antiguas cavernas son, en su mayor parte, armas sencillas de piedra o de metal, utensilios de alfarería; esto es, ollas y vasos de greda, y otros objetos semejantes. El estudio comparativo de ellos ha permitido establecer una gradación de los progresos alcanzados por el hombre en esas oscuras épocas de su desarrollo.


               
La familia de los hombres comenzó a formarse probablemente cuando un grupo de primates superiores comenzó a bajar de los árboles al suelo. A partir de ahí resulta bastante fácil, con un ligero esfuerzo de imaginación, llegar a concebir lo que sería la vida de los primeros seres humanos sobre la Tierra.
La selva había comenzado a reducirse y debían buscar alimento en el suelo, a campo abierto, para sobrevivir. Esos primeros alimentos para cumplir el más elemental instinto de conservación fueron hierbas, frutos silvestres y raíces.
Al comienzo, tal vez, caminaron apoyándose sobre los nudillos de sus manos, pero poco a poco se irguieron y así sus manos empezaron a quedar libres, pudiendo empuñar piedras y palos para matar pequeños animales o para defenderse de los grandes, para despedazar la carroña, para partir los huesos o comer la médula, para sacar a los animales de sus escondrijos, para abrir los frutos de cáscara dura.
Durante su primera época en la Tierra, el hombre, al igual que los demás animales, debió enfrentarse a los caprichos de la naturaleza, pero, al dominar las fuerzas de ella, se fue convirtiendo en soberano indiscutible de su ambiente. El hombre se propagó por toda la superficie del planeta, conquistando las sierras y las llanuras, los desiertos y las selvas.
La primera vivienda, mejor se diría el primer refugio, debió ser un árbol bajo el cual se cobijara el hombre, o bien entre sus ramas, ante el temor de que su sueño fuera turbado por alguna fiera.
Más tarde, pernoctó al abrigo de las peñas o en cuevas más o menos profundas. La primera arma fue acaso una rama desgajada de un árbol. Luego, al necesitar el hombre de su prójimo, de su semejante, de quien, quiérase o no, era su “otro yo”, trató de comunicarse, de hablar, más que por signos, por onomatopeyas.
Por último, tal vez al ver flotar sobre las aguas o rodar los troncos de los árboles por los declives montañosos, surgieron en la mente virgen de los primeros seres humanos las primitivas y rudimentarias nociones del transporte y de la locomoción, que culminaron muchísimos siglos más tarde en la invención de la rueda, uno de los descubrimientos más sensacionales de todos los tiempos.
El uso de herramientas estimuló el desarrollo del cerebro, y el desarrollo de éste reforzó a su vez todo lo demás; le permitió al hombre una mayor coordinación de sus movimientos al caminar erguido; también le hizo darse cuenta del valor de las armas y herramientas, comenzando a guardarlas una vez usadas, por si le servían para futuras ocasiones; luego comenzó incluso a fabricarlas e inició a sus hijos en la fabricación y su uso. Así empezó la cultura ya que a pesar de que los creadores fueron muy primitivos, eran ya hombres. Comienza por tallar la piedra y hacer fuego.
La conquista del fuego es una de las más notables victorias humanas sobre la Naturaleza circundante. Fue adorado como un dios y forma parte integrante de todas las mitologías.
En la época de las tribus nómadas, cuando la humanidad se hallaba en estado de perpetua inestabilidad familiar y social, el fuego era un centro de reunión y concentración humana: un verdadero tesoro conservado con el mayor de los cuidados.
Cada familia se reunía en tomo a una hoguera durante las largas noches invernales. Como los medios para proporcionarse fuego eran limitadísimos, se hacía necesario e imprescindible mantener siempre encendidas, tanto de día como de noche, algunas brasas de leña y renovarlas constantemente. El fuego se comunicaba así con cierta solemnidad de unos a otros hogares. Cuando la familia, la horda, se ponían en marcha, cada uno de los clanes llevaba “SU fuego”, aquellas brasas preciosas, a menudo rodeadas y protegidas por centinelas, ya que podían ser robadas o apagarse de un momento a otro.  Y cuando a una tribu se le apagaba la lumbre, la miseria, las enfermedades acababan con ella muy en breve.
El hombre se había percatado del temor instintivo de las fieras a las hogueras; observó también que el fuego contribuía a la mejora de su alimentación y al perfeccionamiento de su industria; no tardó en darse cuenta de su inmenso poder destructivo. Su primera obtención debió ser laboriosa, muy fatigosa y erizada de dificultades.
El bello mito griego de Prometeo hubo de tener un precedente no menos heroico en aquellos pobres y tenaces seres primitivos que pasaban largas horas frotando pedazos de madera seca y, ciertamente, el nombre de premaetha significa frotación de leños, uno contra otro.  Resulta curiosa esta semejanza del vocablo con el nombre del héroe heleno que sustrajo el fuego de las divinidades para entregarlo a los hombres y que, como todos los bienhechores del género humano, padeció terribles sufrimientos.
Las pruebas más antiguas de estas primeras manifestaciones de la especie humana datan de comienzos del período pleistoceno, hace aproximadamente unos setecientos mil años.
En su lucha por la vida, el hombre había ya logrado ventajas sobre los otros animales, ya que había aprendido a usar el fuego, a utilizar los diferentes utensilios y a abrigarse con piedras que le procuraban calor, sin embargo, gracias a su inteligencia cada vez más desarrollada, el hombre aprendió, poco a poco, a aprovechar de modo más racional la naturaleza.
Empezó a cultivar  plantas y a criar ganado, con lo que le cambió totalmente la vida. Se hizo sedentario, construyendo albergues para él y para sus animales. Las nuevas construcciones se reunieron formando aldeas. El hombre empezaba una nueva época, la agraria. De esta forma, surgieron las ciudades, que eran centro de comercio, artesanía y administración.
La flexibilidad de la inteligencia humana obliga a reaccionar ante cada presión exterior, obedeciéndola u oponiéndose a ella. Así, en las culturas primitivas, la fuerza de la Naturaleza ejerce una influencia poco menos que decisiva. Y gracias a esa adaptación a las fuerzas naturales, el hombre llega a un mayor y mejor conocimiento de las mismas y a la adopción, lenta pero constante, de formas de vida más progresivas.
Este hombre, que pensaba y podía mejorar su entorno, fue el llamado “homo sapiens”  (hombre pensante o que sabe), y que ha continuado su desarrollo hasta nuestros días, cuando nosotros, tú y yo, somos representantes de este Homo Sapiens.
En la historia del hombre, desde su aparición al final de la última glaciación, se pueden distinguir tres grandes etapas según la actividad que desarrolla. Durante la primera, desde la aparición del hombre hasta hace unos 10.000 años atrás, éste vivía como recolector y cazador. Durante la segunda, dominó la cultura agraria (la tercera, correspondiente a estos dos últimos siglos, se ha caracterizado por el industrialismo y desarrollo técnico).
Si por un procedimiento análogo al que en ocasiones utiliza el cine científico, se redujeran a uno los millares de años transcurridos desde la aparición del hombre sobre la Tierra, el hombre prehistórico sólo ocuparía las ocho últimas horas del último día y el hombre histórico —desde el antiguo Egipto a nuestros contemporáneos— no representaría más que dos o tres minutos.


La edad de los Romanos.
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